Los mapas psicogeográficos de París que los situacionistas dibujaban contienen en sí mismos una paradoja esencial: no representan la ciudad sino la experiencia que de ella tiene un individuo, el autor del mapa. Se crea así una cartografía que incumple la característica más definitoria de toda cartografía: su objetividad. Subyace en esta paradoja el mismo empeño subversivo que motiva toda la actividad de esta escuela filosófica, el de reivindicar la subjetividad y lo lúdico como el camino más directo y verdadero de conocimiento del mundo.
Toda ciudad es, en realidad, muchas ciudades, tantas como habitantes contenga, porque cada uno de nosotros la funda al vivirla y la crea nueva. Esta ciudad subjetiva tiene sus propios barrios, sus propios ritmos, sus propios límites, sus propias evocaciones... que són los de nuestra experiencia, y que además se van redefiniendo continuamente. Existe entonces la ciudad única y objetiva? Existe esa ciudad de la que hablan los historiadores y los geógrafos? Podría no ser más que una convención, un conjunto de datos estadísticos, un esquema abstracto. En ella no habría calles sino ejes urbanos (usando la terminología de los urbanistas) que conectan nodos, y no lugares, permitiendo que el conjunto urbano funcione como una máquina engrasada.
En la experiencia cotidiana de lo urbano se fluctúa entre estas dos ciudades continuamente; el simple hecho de pararse delante del plano de la parada del metro para averiguar el trayecto hacia un destino no habitual nos trasplanta, por un momento, de la ciudad vivida a la abstracta, de la personal a la general.
Como comentábamos en una entrada anterior INTERIORES INFINITOS, en Barcelona se mezclan en los barrios las diferentes actividades urbanas: vivienda, oficina, comercio, industria, equipamientos cultura, etc. En consecuencia también se mezclan diferentes tipos de edificios algunos de los cuales, de condiciones excepcionales, emergen por encima de la altura media normativa. La torre Colón, las chimeneas del Paral.lel, la torre Agbar, la Sagrada Família y tantos otros puntean el manto de la ciudad con una serie de notas verticales esparcidas. Su visión nos saca de lo adyacente, de lo inmediato, y nos lleva allí donde los sabemos situados, a algún punto lejano que no podemos ver: una playa, una plaza, un cruce de avenidas...
El antiguo banco Atlántico nos posiciona respecto al cruce de la Diagonal y la calle Balmes. Al fondo el hotel Vela nos lleva a la Barceloneta |
Estas arquitecturas conforman un conjunto de coordenadas visuales que fijan distancias e indican direcciones; entre ellas se genera un diálogo de precisión y geometría que flota sobre el ruido de la masa edificada, sobre todas las historias superpuestas de la ciudad. Como si fueran faros urbanos sitúan al paseante respecto a un entero sistema geográfico e infraestructural: verlas aparecer al fin de una calle o por encima de los tejados implica que también aparezca en un segundo plano de nuestra mente el Mediterráneo y Collserola, la Diagonal y la Meridiana, el Besós y el Llobregat. Su imagen genera en nosotros el mismo mecanismo mental que la visión del mapa del metro; no se trata tan sólo de orientarse sino también de fluctuar desde la ciudad subjetiva hacia otra ciudad sistemática y objetiva, de fundir la escala de lo íntimo con la de lo común, la del aquí con la del allí.
Rafael Pérez Mora