viernes, 6 de septiembre de 2013

NACIÓ PARA SER MANZANA


Ildefons Cerdà diseñó el plan de ensanche que, tras agrias polémicas y críticas injustas, sería elegido para permitir a Barcelona crecer más allá de sus antiguas murallas y ocupar todo el llano que se extiende desde el mar hasta la sierra de Collserola. Siglo y medio después se puede afirmar que el plan ha sido un éxito para la ciudad: el tráfico se mueve con fluidez, las calles tienen vida, las infraestructuras se colocan con naturalidad. Cerdà previó acertadamente como iban a cambiar las ciudades en el siguiente siglo y proyectó una nueva Barcelona que, aunque resultara extraña para sus coetáneos, respondía a esa visión de futuro. Sin embargo se equivocó en un detalle importante: la situación de la futura plaza central. La imaginó en el este, en una zona totalmente nueva; pensó que el centro neurálgico de la ciudad seria la plaza de les Glòries Catalanes, donde se cruzarían tres de las vías mas importantes: la Gran Via de les Corts catalanes, la Diagonal y la Meridiana. Pero la ciudad es como un ente vivo, tiene sus propias inercias, y éstas tendieron a situar ese nodo de actividad y comunicaciones en un punto mucho mas cercano a la ciudad vieja: la actual plaza de Catalunya, donde el plan ni siquiera había proyectado una plaza sino una manzana edificatoria. Quizás Cerdà infravaloró la resistencia de la ciudad a desplazar su centro de gravedad de las zonas donde tiene su historia.


Plan Cerdà original. La plaza Catalunya no existe, su centro está edificado.














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El plan Rovira i Trias, una de las propuestas rechazadas, sí que proponía una gran plaza central en la zona de la actual Plaza Catalunya.







Así pues, apareció una tensión entre lo que la ciudad pedía y lo que el plan había previsto para esta zona. Se intentó resolver dejando de construir la manzana que se debía situar mas cercana al Portal de l'Àngel y las Ramblas: el vacío consecuente sería la plaza de Catalunya. Pero una vez se ha creado una trama viaria esta determina en gran medida como será la naturaleza de los espacios que va conectando. Por ejemplo, una plaza no sólo funciona porque sea bonita o porque tenga árboles y bancos. Es mas determinante el tipo de calles que le llegan y, sobretodo la forma en la que lo hacen: si invitan a los transeúntes  a dejarse caer en ella, a transitar hacia su interior. Cerdà pensó la plaza Catalunya como un espacio edificado y las calles de su plan la tratan como tal: simplemente la pasan, tangencialmente, con una fuerza que vacía el centro, donde debiera estar la manzana que no se construyó. Este espacio nunca ha acabado de encontrar su carácter como plaza. Diversas obras de ajardinamiento intentaron darle un aire monumental sin llegar a consolidarse, finalmente el 1929 se inauguraron los jardines que todavía hoy la decoran, pero el actual aspecto tampoco ha despertado nunca una aprovación unánime y se sigue discutiendo que hacer con ella. Al contrario que otras grandes plazas no consigue evocar una idea de centralidad y la mayoría de la actividad urbana que acoge se concentra en sus aceras periféricas.

 
La zona central de la plaza


 
La plaza Catalunya es una especie de mutante urbano; conserva en su memoria genética que nació para ser manzana -como tal la encajó Ildefons Cerdà y como tal la sigue tratando la estructura viaria- pero creció como plaza. Esta paradoja nos proporciona un tipo de experiencia urbana extraña: cuando nos acercamos a ella recibimos señales contradictorias; por un lado vemos un vacío central que podemos cruzar o ocupar, por otro la inercia que llevamos de las calles nos aleja de él. Si rompemos la inercia y nos adentramos en su interior nos vamos sintiendo vacíos como espectros, fantasmas en una plaza fantasma, una plaza que la ciudad mira y no reconoce. Casi clandestinos, como si estuviéramos en el solar que todavía espera  a ser construido. 

       
                                                                                                  Rafael Pérez Mora 




domingo, 5 de mayo de 2013

PLATANUS HISPANICA


En una escena de la película Girl with a pearl earring (Peter Webber, 2003) el pintor Johannes Vermeer pregunta a su joven aprendiz de qué color son las nubes que se ven por la ventana. La joven mira al cielo y responde que blanco, gris y azul. Entonces el pintor insiste en la pregunta. La muchacha vuelve a mirar por la ventana, espera unos segundos  y  finalmente responde que también hay rojo, verde y amarillo.

Tenemos la idea de que el cielo es azul y las nubes blancas, así que nos cuesta ver toda la gama de colores que contienen, aunque las tengamos delante. Del mismo modo cuando miramos una calle no solemos ver más que la idea mental que tenemos de una calle: una calzada, unas aceras, unas fachadas y quizás unos árboles. Podríamos advertir allí muchas más cosas, como por ejemplo la secuencia de colores que forman los carteles y los escaparates de los comercios, o la vibración que generan las pequeñas sombras proyectadas por balcones y ventanas, o el ritmo continuo y repetido del pavimento de las aceras que va marcando, como si fuera un bajo sonoro, nuestro andar. En realidad todos estos estímulos están imprimiéndose en nuestros sentidos y, aunque los descartemos a nivel consciente, permanecen en nosotros y condicionan secretamente nuestra percepción e, incluso, nuestro estado general.

La mayoría de los árboles de Barcelona son de hoja caduca, plátanos de sombra. Cuando a finales de Abril despliegan su copa andar por las calles se convierte en una experiencia totalmente diferente a hacerlo en Invierno. De hecho la propia calle se convierte en otra cosa porque queda cubierta por un techo. Un techo con grosor: una espesura de tonalidades verdes punteadas por una luz que queda dramáticamente atrapada entre ellas. Parte de esta luz llega hasta el suelo conviertiéndolo en un dibujo de sombras y brillos que se recomponen según sople ese dia la brisa marina, siempre presente en la ciudad. Al andar vamos interrumpiendo estos rayos de sol y nuestras pupilas se dilatan y se contraen provocando un centelleo en los ojos que viene acompañado de sutiles cambios de temperatura en nuestro cuerpo.


Gran vía de les Corts Catalanes
  
El techo verde se expande durante Abril y Mayo convirtiéndose en una masa que lo engulle todo, rodea y aísla los edificios y convierte las calzadas en grutas verdes por las que pululan los vehículos y los peatones. Y sin embargo, ¿que vemos nosotros? Una calle con árboles. La idea de calle se impone sobre todo lo que se está imprimiendo en nuestros sentidos. Y los árboles, si es que los llegamos a ver, nos siguen pareciendo unidades aisladas, objetos decorativos. Pero aunque no sepamos advertir que la calle desapareció con el Invierno y que ahora estamos en una via-jungla, ésta misma nos está provocando un placer íntimo e inconsciente que sólo espera ser celebrado.


Calle del Comte Borrell







El mejor de los arquitectos no podría haber imaginado espacios mejores para las primaveras y veranos de la ciudad. Los mejores constructores no tendrían la suficiente  sutileza para construirlos. Y nosotros no nos damos cuenta de que existen. Seguimos viendo las nubes sólo blancas.

      
                                                                                                             Rafael Pérez Mora



miércoles, 20 de febrero de 2013

LAS ARISTAS DE LESSEPS


Un no-lugar es, según el antropólogo Marc Augé, un ámbito urbano de dispersión, que acoge el tránsito de las personas pero no las relaciones entre ellas. Se caracteriza por tener una configuración espacial confusa que no invita a permanecer en él: no podemos reconocer allí un argumento unitario que englobe todos sus elementos. Ejemplos de no-lugares serían un cruce de autopistas o un solar. Un lugar, en cambio es un entorno de vida y, por tanto, acaba integrándose en la identidad colectiva de la ciudad. En ellos adivinamos algún tipo de lógica que es tanto funcional como estética: algo profundamente humano agradece y responde a este orden del espacio.

Dónde ahora está la plaza Lesseps se encontraba, hasta los años sesenta, la plaza dels Josepets, que sólo ocupaba una parte de la actual. Era un salón urbano, regular y acotado. No es difícil imaginarla como un sitio agradable: tenía forma rectangular, en uno de sus lados cortos estaba la llegada de la calle Gran de Gràcia, y en el otro, la iglesia dels Josepets. Ésta presentaba una fachada monumental que cerraba el espacio. Una hilera de árboles acompañaba el lado largo del rectángulo.


Plaza dels Josepets, con la iglésia que le daba nombre al fondo.


Durante el s. XX, para responder al rápido crecimiento de las ciudades, se construyeron nuevas infraestructuras viarias que generaron encuentros forzados con zonas de ciudad preexistentes. En Barcelona, la preeminencia del coche como medio de transporte provocó que se proyectara un cinturón circulatorio interior que descongestionaría el tráfico rodado. Este cinturón, la ronda General Mitre, se abriría paso destruyendo tejido urbano preexistente y iba a tener un nodo importante justo en el punto ocupado por la plaza dels Josepets. La llegada de los grandes flujos traídos por la modernidad destruyó el orden espacial de la antigua plaza: aparte de quedar ampliada, ésta quedó también desdibujada, sin fachadas, caóticamente abierta a la montaña, convertida en un nudo viario a diferentes niveles y con diferentes brazos, entre los que aparecía, como una isla inalcanzable, la vegetación de un parquecillo que, de un modo patético, pretendía hacer de aquel sitio algo humano. La antigua plaza dels Josepets se había convertido en un intersticio entre autopistas y calles, se había convertido en un no-lugar.


La plaza Lesseps tal como quedó tras la construcción de la ronda General Mitre.



Llegados a este punto parecía que la peripecias sufridas habían sido demasiado corrosivas para esta zona de la ciudad. Parecía que en adelante iba a ser imposible dotarla de un sentido unitario. Sin embargo, hace unos años, mientras se llevaban a cabo unas obras para una mejora integral de la plaza apareció en su centro un cubo enorme, sólo materializado en sus aristas, del tamaño de un edificio. Y entonces algo cambió. Este  cubo abstracto hizo emerger argumentos nuevos en el espacio que venían de dónde menos lo hubiéramos esperado: de los desechos de la propia historia del lugar. Al contrario que la antigua plaza dels Josepets, que tenía un perímetro bien definido, la de Lesseps no tiene fachadas continuas, lo que aparece en sus contornos són algunos prismas, figuras aisladas que se mantienen en pie después de la tempestad. El nuevo cubo es una alter ego de todos ellos, es su alma geométrica. Surgió una nueva entropía: una atracción centrípeta tensa el vacío que antes vagaba mórbido, e incluso parece inclinar los edificios, como si éstos quisieran acercarse a esa estructura que les ha robado las aristas. Al establecer un juego con todos los bloques perimetrales, el cubo central ha reestablecido un sentido unitario dónde reinaba la dispersión. A veces un solo gesto arquitectónico es capaz de situarse entre todos los elementos ya existentes como si fuera la coma que faltaba para que una sucesión incongruente de palabras se convirtiera en una frase. El tipo de orden así aparecido nace de la propia naturaleza del entorno concreto y no tiene vida más allá de él. Tampoco lo encontraremos entre lo preconcebido: se nos presenta con la fuerza de la extrañeza.









Ahora la plaza nos cuenta una historia, una historia de las que no se cuentan con palabras, ni con música, ni con imágenes. Nos cuenta una historia de las que se cuentan con espacio: hay una tensión nueva entre las arquitecturas y el vacío, con sus líneas de fuerza, e, incluso, con sus líneas de drama. La plaza Lesseps vuelve a ser un lugar.


                                                                                                      Rafael Pérez Mora




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