martes, 3 de noviembre de 2015

AQUÍ ES ALLÍ

Los mapas psicogeográficos de París que los situacionistas dibujaban contienen en sí mismos una paradoja esencial: no representan la ciudad sino la experiencia que de ella tiene un individuo, el autor del mapa. Se crea así una cartografía que incumple la característica más definitoria de toda cartografía: su objetividad. Subyace en esta paradoja el mismo empeño subversivo que motiva toda la actividad de esta escuela filosófica, el de reivindicar la subjetividad y lo lúdico como el camino más directo y verdadero de conocimiento del mundo.




Toda ciudad es, en realidad, muchas ciudades, tantas como habitantes contenga, porque cada uno de nosotros la funda al vivirla y la crea nueva. Esta ciudad subjetiva tiene sus propios barrios, sus propios ritmos, sus propios límites, sus propias evocaciones... que són los de nuestra experiencia, y que además se van redefiniendo continuamente. Existe entonces la ciudad única y objetiva? Existe esa ciudad de la que hablan los historiadores y los geógrafos? Podría no ser más que una convención, un conjunto de datos estadísticos, un esquema abstracto. En ella no habría calles sino ejes urbanos (usando la terminología de los urbanistas) que conectan nodos, y no lugares, permitiendo que el conjunto urbano funcione como una máquina engrasada. 

En la experiencia cotidiana de lo urbano se fluctúa entre estas dos ciudades continuamente; el simple hecho de pararse delante del plano de la parada del metro para averiguar el trayecto hacia un destino no habitual nos trasplanta, por un momento, de la ciudad vivida a la abstracta, de la personal a la general.

Como comentábamos en una entrada anterior INTERIORES INFINITOS, en Barcelona se mezclan en los barrios las diferentes actividades urbanas: vivienda, oficina, comercio, industria, equipamientos cultura, etc. En consecuencia también se mezclan diferentes tipos de edificios algunos de los cuales, de condiciones excepcionales, emergen por encima de la altura media normativa.  La torre Colón, las chimeneas del Paral.lel, la torre Agbar, la Sagrada Família y tantos otros puntean el manto de la ciudad con una serie de notas verticales esparcidas. Su visión nos saca de lo adyacente, de lo inmediato, y nos lleva allí donde los sabemos situados, a algún punto lejano que no podemos ver: una playa, una plaza, un cruce de avenidas...


El antiguo banco Atlántico nos posiciona respecto al cruce de la Diagonal y la calle Balmes. Al fondo el hotel Vela nos lleva a la Barceloneta



Estas arquitecturas conforman un conjunto de coordenadas visuales que fijan distancias e indican direcciones; entre ellas se genera un diálogo de precisión y geometría que flota sobre el ruido de la masa edificada, sobre todas las historias superpuestas de la ciudad. Como si fueran faros urbanos sitúan al paseante respecto a un entero sistema geográfico e infraestructural: verlas aparecer al fin de una calle o por encima de los tejados implica que también aparezca en un segundo plano de nuestra mente el Mediterráneo y Collserola, la Diagonal y la Meridiana, el Besós y el Llobregat. Su imagen genera en nosotros el mismo mecanismo mental que la visión del mapa del metro; no se trata tan sólo de orientarse sino también de fluctuar desde la ciudad subjetiva hacia otra ciudad sistemática y objetiva, de fundir la escala de lo íntimo con la de lo común, la del aquí con la del allí.


   
                                                                                    Rafael Pérez Mora








viernes, 6 de septiembre de 2013

NACIÓ PARA SER MANZANA


Ildefons Cerdà diseñó el plan de ensanche que, tras agrias polémicas y críticas injustas, sería elegido para permitir a Barcelona crecer más allá de sus antiguas murallas y ocupar todo el llano que se extiende desde el mar hasta la sierra de Collserola. Siglo y medio después se puede afirmar que el plan ha sido un éxito para la ciudad: el tráfico se mueve con fluidez, las calles tienen vida, las infraestructuras se colocan con naturalidad. Cerdà previó acertadamente como iban a cambiar las ciudades en el siguiente siglo y proyectó una nueva Barcelona que, aunque resultara extraña para sus coetáneos, respondía a esa visión de futuro. Sin embargo se equivocó en un detalle importante: la situación de la futura plaza central. La imaginó en el este, en una zona totalmente nueva; pensó que el centro neurálgico de la ciudad seria la plaza de les Glòries Catalanes, donde se cruzarían tres de las vías mas importantes: la Gran Via de les Corts catalanes, la Diagonal y la Meridiana. Pero la ciudad es como un ente vivo, tiene sus propias inercias, y éstas tendieron a situar ese nodo de actividad y comunicaciones en un punto mucho mas cercano a la ciudad vieja: la actual plaza de Catalunya, donde el plan ni siquiera había proyectado una plaza sino una manzana edificatoria. Quizás Cerdà infravaloró la resistencia de la ciudad a desplazar su centro de gravedad de las zonas donde tiene su historia.


Plan Cerdà original. La plaza Catalunya no existe, su centro está edificado.














 .
El plan Rovira i Trias, una de las propuestas rechazadas, sí que proponía una gran plaza central en la zona de la actual Plaza Catalunya.







Así pues, apareció una tensión entre lo que la ciudad pedía y lo que el plan había previsto para esta zona. Se intentó resolver dejando de construir la manzana que se debía situar mas cercana al Portal de l'Àngel y las Ramblas: el vacío consecuente sería la plaza de Catalunya. Pero una vez se ha creado una trama viaria esta determina en gran medida como será la naturaleza de los espacios que va conectando. Por ejemplo, una plaza no sólo funciona porque sea bonita o porque tenga árboles y bancos. Es mas determinante el tipo de calles que le llegan y, sobretodo la forma en la que lo hacen: si invitan a los transeúntes  a dejarse caer en ella, a transitar hacia su interior. Cerdà pensó la plaza Catalunya como un espacio edificado y las calles de su plan la tratan como tal: simplemente la pasan, tangencialmente, con una fuerza que vacía el centro, donde debiera estar la manzana que no se construyó. Este espacio nunca ha acabado de encontrar su carácter como plaza. Diversas obras de ajardinamiento intentaron darle un aire monumental sin llegar a consolidarse, finalmente el 1929 se inauguraron los jardines que todavía hoy la decoran, pero el actual aspecto tampoco ha despertado nunca una aprovación unánime y se sigue discutiendo que hacer con ella. Al contrario que otras grandes plazas no consigue evocar una idea de centralidad y la mayoría de la actividad urbana que acoge se concentra en sus aceras periféricas.

 
La zona central de la plaza


 
La plaza Catalunya es una especie de mutante urbano; conserva en su memoria genética que nació para ser manzana -como tal la encajó Ildefons Cerdà y como tal la sigue tratando la estructura viaria- pero creció como plaza. Esta paradoja nos proporciona un tipo de experiencia urbana extraña: cuando nos acercamos a ella recibimos señales contradictorias; por un lado vemos un vacío central que podemos cruzar o ocupar, por otro la inercia que llevamos de las calles nos aleja de él. Si rompemos la inercia y nos adentramos en su interior nos vamos sintiendo vacíos como espectros, fantasmas en una plaza fantasma, una plaza que la ciudad mira y no reconoce. Casi clandestinos, como si estuviéramos en el solar que todavía espera  a ser construido. 

       
                                                                                                  Rafael Pérez Mora 




domingo, 5 de mayo de 2013

PLATANUS HISPANICA


En una escena de la película Girl with a pearl earring (Peter Webber, 2003) el pintor Johannes Vermeer pregunta a su joven aprendiz de qué color son las nubes que se ven por la ventana. La joven mira al cielo y responde que blanco, gris y azul. Entonces el pintor insiste en la pregunta. La muchacha vuelve a mirar por la ventana, espera unos segundos  y  finalmente responde que también hay rojo, verde y amarillo.

Tenemos la idea de que el cielo es azul y las nubes blancas, así que nos cuesta ver toda la gama de colores que contienen, aunque las tengamos delante. Del mismo modo cuando miramos una calle no solemos ver más que la idea mental que tenemos de una calle: una calzada, unas aceras, unas fachadas y quizás unos árboles. Podríamos advertir allí muchas más cosas, como por ejemplo la secuencia de colores que forman los carteles y los escaparates de los comercios, o la vibración que generan las pequeñas sombras proyectadas por balcones y ventanas, o el ritmo continuo y repetido del pavimento de las aceras que va marcando, como si fuera un bajo sonoro, nuestro andar. En realidad todos estos estímulos están imprimiéndose en nuestros sentidos y, aunque los descartemos a nivel consciente, permanecen en nosotros y condicionan secretamente nuestra percepción e, incluso, nuestro estado general.

La mayoría de los árboles de Barcelona son de hoja caduca, plátanos de sombra. Cuando a finales de Abril despliegan su copa andar por las calles se convierte en una experiencia totalmente diferente a hacerlo en Invierno. De hecho la propia calle se convierte en otra cosa porque queda cubierta por un techo. Un techo con grosor: una espesura de tonalidades verdes punteadas por una luz que queda dramáticamente atrapada entre ellas. Parte de esta luz llega hasta el suelo conviertiéndolo en un dibujo de sombras y brillos que se recomponen según sople ese dia la brisa marina, siempre presente en la ciudad. Al andar vamos interrumpiendo estos rayos de sol y nuestras pupilas se dilatan y se contraen provocando un centelleo en los ojos que viene acompañado de sutiles cambios de temperatura en nuestro cuerpo.


Gran vía de les Corts Catalanes
  
El techo verde se expande durante Abril y Mayo convirtiéndose en una masa que lo engulle todo, rodea y aísla los edificios y convierte las calzadas en grutas verdes por las que pululan los vehículos y los peatones. Y sin embargo, ¿que vemos nosotros? Una calle con árboles. La idea de calle se impone sobre todo lo que se está imprimiendo en nuestros sentidos. Y los árboles, si es que los llegamos a ver, nos siguen pareciendo unidades aisladas, objetos decorativos. Pero aunque no sepamos advertir que la calle desapareció con el Invierno y que ahora estamos en una via-jungla, ésta misma nos está provocando un placer íntimo e inconsciente que sólo espera ser celebrado.


Calle del Comte Borrell







El mejor de los arquitectos no podría haber imaginado espacios mejores para las primaveras y veranos de la ciudad. Los mejores constructores no tendrían la suficiente  sutileza para construirlos. Y nosotros no nos damos cuenta de que existen. Seguimos viendo las nubes sólo blancas.

      
                                                                                                             Rafael Pérez Mora



miércoles, 20 de febrero de 2013

LAS ARISTAS DE LESSEPS


Un no-lugar es, según el antropólogo Marc Augé, un ámbito urbano de dispersión, que acoge el tránsito de las personas pero no las relaciones entre ellas. Se caracteriza por tener una configuración espacial confusa que no invita a permanecer en él: no podemos reconocer allí un argumento unitario que englobe todos sus elementos. Ejemplos de no-lugares serían un cruce de autopistas o un solar. Un lugar, en cambio es un entorno de vida y, por tanto, acaba integrándose en la identidad colectiva de la ciudad. En ellos adivinamos algún tipo de lógica que es tanto funcional como estética: algo profundamente humano agradece y responde a este orden del espacio.

Dónde ahora está la plaza Lesseps se encontraba, hasta los años sesenta, la plaza dels Josepets, que sólo ocupaba una parte de la actual. Era un salón urbano, regular y acotado. No es difícil imaginarla como un sitio agradable: tenía forma rectangular, en uno de sus lados cortos estaba la llegada de la calle Gran de Gràcia, y en el otro, la iglesia dels Josepets. Ésta presentaba una fachada monumental que cerraba el espacio. Una hilera de árboles acompañaba el lado largo del rectángulo.


Plaza dels Josepets, con la iglésia que le daba nombre al fondo.


Durante el s. XX, para responder al rápido crecimiento de las ciudades, se construyeron nuevas infraestructuras viarias que generaron encuentros forzados con zonas de ciudad preexistentes. En Barcelona, la preeminencia del coche como medio de transporte provocó que se proyectara un cinturón circulatorio interior que descongestionaría el tráfico rodado. Este cinturón, la ronda General Mitre, se abriría paso destruyendo tejido urbano preexistente y iba a tener un nodo importante justo en el punto ocupado por la plaza dels Josepets. La llegada de los grandes flujos traídos por la modernidad destruyó el orden espacial de la antigua plaza: aparte de quedar ampliada, ésta quedó también desdibujada, sin fachadas, caóticamente abierta a la montaña, convertida en un nudo viario a diferentes niveles y con diferentes brazos, entre los que aparecía, como una isla inalcanzable, la vegetación de un parquecillo que, de un modo patético, pretendía hacer de aquel sitio algo humano. La antigua plaza dels Josepets se había convertido en un intersticio entre autopistas y calles, se había convertido en un no-lugar.


La plaza Lesseps tal como quedó tras la construcción de la ronda General Mitre.



Llegados a este punto parecía que la peripecias sufridas habían sido demasiado corrosivas para esta zona de la ciudad. Parecía que en adelante iba a ser imposible dotarla de un sentido unitario. Sin embargo, hace unos años, mientras se llevaban a cabo unas obras para una mejora integral de la plaza apareció en su centro un cubo enorme, sólo materializado en sus aristas, del tamaño de un edificio. Y entonces algo cambió. Este  cubo abstracto hizo emerger argumentos nuevos en el espacio que venían de dónde menos lo hubiéramos esperado: de los desechos de la propia historia del lugar. Al contrario que la antigua plaza dels Josepets, que tenía un perímetro bien definido, la de Lesseps no tiene fachadas continuas, lo que aparece en sus contornos són algunos prismas, figuras aisladas que se mantienen en pie después de la tempestad. El nuevo cubo es una alter ego de todos ellos, es su alma geométrica. Surgió una nueva entropía: una atracción centrípeta tensa el vacío que antes vagaba mórbido, e incluso parece inclinar los edificios, como si éstos quisieran acercarse a esa estructura que les ha robado las aristas. Al establecer un juego con todos los bloques perimetrales, el cubo central ha reestablecido un sentido unitario dónde reinaba la dispersión. A veces un solo gesto arquitectónico es capaz de situarse entre todos los elementos ya existentes como si fuera la coma que faltaba para que una sucesión incongruente de palabras se convirtiera en una frase. El tipo de orden así aparecido nace de la propia naturaleza del entorno concreto y no tiene vida más allá de él. Tampoco lo encontraremos entre lo preconcebido: se nos presenta con la fuerza de la extrañeza.









Ahora la plaza nos cuenta una historia, una historia de las que no se cuentan con palabras, ni con música, ni con imágenes. Nos cuenta una historia de las que se cuentan con espacio: hay una tensión nueva entre las arquitecturas y el vacío, con sus líneas de fuerza, e, incluso, con sus líneas de drama. La plaza Lesseps vuelve a ser un lugar.


                                                                                                      Rafael Pérez Mora




domingo, 30 de diciembre de 2012

INTERIORES INFINITOS




Los óculos que Perejaume pintó para el techo del patio de butacas del Liceu muestran una topografía formada a partir de la repetición de un solo elemento: la butaca de la propia sala. En el texto de presentación del proyecto, La platea abrupta, el artista escribe:

"En nuestro país, el Liceu, más que representar un género musical o un determinado público, es el lugar de la representación, es el Gran Teatro. El edificio, incluso el espacio en el que se halla el edificio, escenifica una imponente maquinaria figurativa. Esta maquinaria es hasta tal punto poderosa que en el incendio de 1994 el teatro cubrió todo el país, se extendió a través de aquellos minúsculos pigmentos de ceniza que devolvían las más variadas escenografías a sus lugares de procedencia. Ahora, este enorme teatro con plateas apaisadas, montañosas, abruptas, vuelve a recluirse en el teatro reconstruido, en la platea mimética, readymida, en el teatro del teatro, del teatro"

De algún modo estos óculos nos recuerdan la auténtica naturaleza, tan vasta, de este patio de butacas. En una sola imagen tenemos ligados conceptos aparentemente contradictorios como arquitectura y territorio, sala y paisaje, o interior y exterior.

Dentro de la ciudad, tendemos inconscientemente a entender la relación entre lo edificado y lo no edificado como un juego de opuestos en el que la arquitectura sería lo que tiene una forma, una estructura, y las calles són el resto amorfo. Incluso cuando éstas han sido diseñadas con mucho cuidado, no podemos evitar tener la impresión de que són lo que queda una vez puesta la arquitectura. En ellas no hay límites, siempre quedan abiertas por algún lado, el espacio fluye cómo si fuera aire y se escapa por el cielo y las esquinas. Incluso parece que se dilaten en función de lo llenas o vacías de transeúnte y vehículos que estén. Un interior, en cambio, lo asociamos a algo estructurado y con límites. Sin embargo estas asociaciones a veces se incumplen, o incluso se invierten: hay espacios públicos exteriores definidos por sus límites y estructura, como un jardín pequeño o un interior de manzana accesible. Y al mismo tiempo  todos hemos estado en edificios públicos o comerciales cuyos interiores evocan fluidez y ausencia de límites. ¿Qué hace que en ellos, siendo espacios acotados, esté invocado lo difuso, lo infinito? Pues puede bastar sólo con la butaca del Liceu de Perejaume: cualquier repetición sistemática de un elemento en un interior amplio genera una cadencia espacial hacia la cual la atención no tiene más remedio que dirigirse, y eso elimina de la percepción los paramentos que cierran ese espacio, es decir, sus límites. El elemento repetido puede ser desde la columna de las mezquitas hipóstilas musulmanas, el estante de exposición de El Corte Inglés, o la mesa de una planta de oficinas... En estos interiores no sólo quedan difuminados sus límites sino también su propia estructura espacial, porque lo que los ordena es una matriz regular y en una  matriz no hay ejes dominantes, no hay jerarquia; todos los puntos tienen el mismo valor y las mismas relaciones entre ellos. Puede parecer una paradoja pero esta repetición sistemática y rígida de un elemento hace que la estructura del espacio sea fluida y relativa al punto de vista en el que nos situemos.


La oficina de The apartment (1960, Billy Wilder) es como un limbo que escenifica el mundo moral en el que se mueven los protagonistas. Billy Wilder usa lo difuso y vasto de esta espacio como una metáfora de la desdibujada estructura de valores de una sociedad.


A diferencia de las ciudades anglosajonas, en las cuales el tejido urbano está "zonificado" por usos (barrio de negocios, barrio comercial, barrio residencial...), Barcelona es una ciudad mediterránea y, por tanto, en ella conviven mezclados en las calles edificios de diferentes naturalezas: viviendas, bibliotecas, oficinas, pequeño y gran comercio, etc. Es un rico espectáculo cotidiano la contemplación de cómo cada uno de estos tipos arquitectónicos se presenta a la calle. De vez en cuando aparece un escaparate amplio de vidrio tras el cual adivinamos, entre reflejos, un espacio sin fin, una platea abrupta con sus elementos pautados hasta un horizonte difuso.


Cafeteria del hotel Omm, vista desde la calle Rosselló, con sus butacas
 hasta el fin.

Vistos desde la calle, estos interiores-matriz poseen una extraña capacidad de atracción. Hasta cierto punto es inevitable desear ingresar en ese continuum espacial, en ese infinito paradójicamente contenido en una arquitectura. Los grandes mercaderes, siempre astutos, construyen así sus superficies comerciales, pero este tipo de espacio tiene muchas más posibilidades: podrían ser óptimos para diversas actividades públicas, y hasta como ámbitos para la contemplación o la espiritualidad. En ellos radica la promesa de un mundo paralelo, autosuficiente incluso a nivel geométrico, donde, de algún modo, quedan suspendidas las leyes de la ciudad.
                          
    
                                                                                                       Rafael Pérez Mora 


   

miércoles, 10 de octubre de 2012

ENTRAR AFUERA, SALIR ADENTRO

Una puerta es algo más que un agujero en un muro. Es, incluso algo más que un filtro entre espacios. Una puerta es también un paso entre un estado y otro de nosotros mismos. Somos seres ambientales que reaccionamos con el espacio a muchos niveles y cambiar de entorno físico nos cambia también por dentro, especialmente si estamos pasando de un exterior a un interior.




















     
El judío de Nueva York. Ben Katchor. Astiberri ediciones. 2008


A diferencia de otras culturas, como las orientales, en las cuales el acceso al edificio se produce a través de una serie de espacios filtro, en nuestras ciudades la cara que la arquitectura ha dado históricamente al exterior ha sido un muro. Un plano de ladrillo o de piedra resolvía, desde el suelo hasta la cubierta, la relación entre el exterior y el interior. En este plano se distribuyen una serie de ventanas y balcones que, por razones estructurales, se ordenan en un ritmo regular. En otra entrada del blog, UN TEJADO PARA EL ASFALTO, hablábamos sobre el valor simbólico de ciertas formas de la arquitectura. El muro punteado regularmente de ventanas y balcones es un símbolo de la propia idea de fachada, entendida ésta como algo que le da forma al espacio de la calle al mismo tiempo que configura el reverso de otro mundo, un mundo interior.


El judío de Nueva York. Ben Katchor. Astiberri Ediciones. 2008

En Barcelona, algunas de estas fachadas están protegidas como patrimonio arquitectónico y se tienen que mantener aunque se permite tirar el resto del edificio y construir uno nuevo detrás. En la calle Sant Pau una de ellas ha quedado como una hoja de papel tras la cual se pegan, sólo en algunas partes, unos volúmenes nuevos. Así, en el cruce entre Sant Pau y Reina Amàlia no hay nada detrás de ella, solamente la calle y el cielo. No solemos advertir lo que se da por supuesto hasta que nos sorprende su ausencia; aquí la fachada ha perdido su relación funcional con la arquitectura y con la ciudad y, precisamente por eso, nos damos cuenta de hasta que punto la fachada en sí misma nos evoca una frontera, un cambio. Al cruzarla, aún sabiendo que vamos a seguir en la calle, casi podemos sentir en la piel la expectativa de un mundo desconocido, de un interior por revelarse.





















Una vez al otro lado no podemos decir claramente si estamos dentro o fuera, ni tampoco de qué. La arquitectura ha empezado una ceremonia de la confusión que aumentará cuando giremos la cabeza y veamos que el reverso de la primera fachada es otra fachada (con sus puertas, balcones y ventanas), todavía mas rotunda que la primera, que nos invita a pasar a su interior: la misma calle Sant Pau de la que venimos.



















Después de cruzar este umbral, en cualquiera de sus dos sentidos, los ámbitos que encontremos se resisten a ser catalogados cómo un interior o un exterior. Esta fachada reversible desdibuja el carácter de lo que le queda a ambos lados. Tras ella la naturaleza de los espacios, y quizás la nuestra propia, se vuelve algo huidizo.



                                                                                                    Rafael Pérez Mora


miércoles, 19 de septiembre de 2012

UN PANY DE BOSC AL REVOLT


Hi ha un pany de mar al revolt
i un tros de cel escarlata

                                      J.V. Foix


Sin transición, en una secuencia imposible, el mar aparece a la vuelta de una esquina o de un camino. Estos versos del poeta Foix sitúan a la naturaleza irrumpiendo entre los espacios del ser humano, y la imagen podría resultarnos tan liberadora como turbadora.

Resolver un encuentro domesticado entre naturaleza y ciudad ha sido una de las preocupaciones históricas del urbanismo. En el s. XIX, con la revolución industrial, y todos los problemas de demografía e insalubridad que ésta ocasionó, empezó a tomar cuerpo una búsqueda hacia nuevos modelos urbanos que pudieran recuperar algo de la arcadia primitiva, perdida por el ser humano. Desde la garden-city hasta las actuales smartcities, pasando por la ville radieuse de Le Corbusier, numerosos modelos teóricos han proclamado con énfasis la llegada de la nueva ciudad, aquella en la que los valores de la naturaleza quedarán integrados con armonía en el sistema urbano.



Panfleto explicativo de las virtudes
 de Welwyn, una de las garden-cities 


En Barcelona, una ciudad en la que todo está muy diseñado, uno puede tener una imagen más bien silvestre de la Naturaleza cuando se acerque por la calle Madrazo hacia la calle Calvet. Entre las fachadas verá cómo al fondo se va abriendo paso, de un modo casi furioso, una masa vegetal exuberante. Madrazo gana anchura y pasa a llamarse Tenor Viñas tras cruzar Calvet pero queda bruscamente cortada por esta vegetación tumultuosa que se retuerce entre edificios. 
 
 

Desde la calle Madrazo


En realidad estamos viendo el Turó Parc, cuya entrada principal (situada en otro punto) tiene una apariencia monumental y está totalmente armonizada con la avenida Pau Casals. Sin embargo se diría que la propia naturaleza que el parque quería contener se ha rebelado y ha empezado a desbordarse hacia nuestra calle lateral, Tenor Viñas, como si ésta fuera su única vía de escape. El semáforo parece querer detener la estampida, meterla otra vez en las leyes de la ciudad, pero los árboles no entienden la luz roja y lo arrollarán en su avance implacable.



Solo ante el peligro


El Turó Parc fue diseñado por el paisagista Nicolau M. Rubió i Tudurí cuando los edificios que ahora lo rodean todavía no existian. Desconozco si él fue exactamente consciente de cómo se iba a ver la vegetación desde las calles actuales, pero el resultado es que, al menos desde una de ellas, parece que los árboles y la hierba se niegan a formar parte de un modelo previo, de un parque. Parece que un lienzo de bosque ha irrumpido entre las calles, de esa misma manera incontrolable como lo hace siempre el misterio de la naturaleza entre los artificios del ser humano.

                        
                                                                                                  
                                                                                                     Rafael Pérez Mora

 



lunes, 3 de septiembre de 2012

UN TEJADO PARA EL ASFALTO


Si nos pidieran que dibujáramos una casa en pocos trazos probablemente recurriríamos a la típica imagen infantil con una ventana cuadrada, una chimenea y, sobretodo,  una cubierta a dos aguas. Para hacernos entender dibujaríamos como lo hacen los niños, es decir plasmando una realidad a partir de un símbolo que la representa. La V invertida de la cubierta a dos aguas es un símbolo de la arquitectura mas primitiva: el hogar. Y evoca emociones de recogimiento y quietud.

Muchos arquitectos, especialmente a partir de la postmodernidad, han estudiado el espacio desde el valor simbólico de algunas de sus formas. Formas iconográficas que con frecuencia encontramos en la ciudad, aunque normalmente estén alteradas o disimuladas. Al verlas una especie de memoria genética cultural las descodifica y a partir de esto, de un modo inconsciente, se determina qué vamos a esperar de ese espacio, cómo nos vamos a posicionar ante él.

Los esbozos de Aldo Rossi expresan el goce de una
 mirada infantil que convierte la arquitectura en iconos
 claramente reconocibles: tejados, cúpulas, torres...
Fuente: aamgalleria.it

Cuando aquello que las señales de una arquitectura nos sugieren no concuerda con la naturaleza real de la misma, entonces un pequeño cortocircuito mental hace explotar ese juego de simbolismos y una sutil extrañeza nos descoloca por un momento. A veces son los propios arquitectos quienes juegan a confundir al paseante. Pero otra veces esto ocurre espontáneamente por alguna circunstancia caprichosa.

En el edificio Tokyo Apartment Sou Fujimoto lleva
 al extremo un juego con los simbolismos arquitectónicos.
 Las habitaciones cogen forma de casa y se apilan. 
Fotografia de Daici Ano.

Cerca del mercado de Sant Antoni, una estructura cubre un tramo de la calzada de la calle Comte d'Urgell. Encima no hay ningún edificio y debajo sólo está el tránsito de los vehículos. La imagen tiene algo desconcertante. Está claro que, hablando en términos funcionales una calzada no necesita para nada una cubierta, y todavía tendría menos sentido que lo único que se deje descubierto sean las aceras. Sin embargo creo que lo que acaba de provocar la extrañeza es la forma, a dos aguas, de la cubierta. Tenemos una casa encima de la carretera, un hogar cuyos habitantes són unos vehículos pasando a toda velocidad. Es verdad que nos parece normal encontrar cubiertas a dos aguas sobre espacios que no son hogares, como por ejemplo fábricas o escuelas. Pero también es verdad que estos espacios comparten algo con el hogar: en ellos se está, se permanece. Debajo de nuestro tejado sobre la calle nada permanece.




Luego nos enteraremos de que, mientras duren las obras del mercado de Sant Antoni, este tramo de calzada se corta al tráfico rodado los domingos por la mañana y esta estructura sirve para acoger un mercado semanal de libros de segunda mano. Pero incluso cuando ya sepamos esto, durante seis dias y medio de la semana al pasar por este espacio algo en nosotros esperará encontrar un centro allí donde sólo encontraremos trayectorias, y quietud allí donde sólo encontraremos movimiento.

                         
                                                                                                          Rafael Pérez Mora 






martes, 14 de agosto de 2012

LA CIUDAD EN EL ÁRBOL






Una disolución es una combinación de un líquido con varios componentes que están mezclados en él, formando un conjunto homogéneo. A veces, cuando cambian las condiciones de presión o temperatura ambiental, algunos de estos componentes se concretan y se depositan en la base de la disolución; precipitan, como se diría en lenguaje científico. Y allí queda visible un poso, una esencia de lo que fue el todo mezclado.

En cierto modo las ciudades son gigantescas disoluciones en las que todo está mezclado y movido por corrientes inciertas. Como si fueran líquidas, se resisten a ser cerradas en una forma concreta: se nos escapan entre los dedos cuando queremos describirlas con pocos adjetivos, y nos sorprenden cuando creíamos saber que esperar de ellas. Y, como en toda disolución, el soluto, lo invisible, es en realidad lo que les da olor y sabor, lo que forma su esencia. Esa materia oscura interacciona con nosotros de una manera inevitable. Con respecto a la forma de los espacios urbanos, por ejemplo, mil pequeños detalles repetidos nos influyen sin que nos demos cuenta, como si fueran el tic tac de un reloj. Unos gestos arquitectónicos que con frecuencia aparecen en el rabilllo de nuestro ojo, unas texturas habituales, forman nuestra percepción mas profunda de una ciudad.

La fotografía superior está tomada el pasado invierno en un cruce cualquiera del eixample esquerra. La pintura parece agazapada, llamando desde su rincón a las miradas vagas del peatón que sepa distraerse mientras espera que el semáforo se ponga en verde, y convierte en su modelo a un chaflán anónimo, y probablemente inadvertido sino fuera por ella. Los chaflanes, comparados con los edificios de postal, son uno de esos actores secundarios, uno de esos gestos repetidos, que le dan al eixample un sutil encanto de lo cotidiano. Como también lo son los plátanos, en la corteza de uno de los cuales la imagen empieza a descorcharse como si fuera una parte orgánica del tronco. Nada que ver con un rincón pintoresco en el lienzo de un pintor callejero; la ciudad aparece representada sobre la propia ciudad y no hay distancia posible entre la representación y lo representado. Parece que un día de borrasca algo de la esencia de Barcelona precipitó, se concretó en el tronco. Y allí se puede ver durante un breve tiempo, antes de que acabe cayendo en trozos de corteza que el viento dispersará otra vez, con sus corrientes inciertas, por toda la ciudad.


                                                                                                        
                                                                                                             Rafael Pérez Mora





viernes, 3 de agosto de 2012

UN DECORADO EN LA CALLE FERRÁN



El arquitecto holandés Rem Koolhaas usa la expresión ciudad genérica para referirse a aquello que las ciudades actuales de todo el mundo, cada vez mas similares a causa de la globalización, comparten. Recogiendo todas esas características comunes podríamos imaginar una ciudad  abstracta, conformada por las dinámicas sociales y económicas que en los últimos cincuenta años han movido el mundo y han creado formas concretas de comercio y de estilo de vida. Los edificios de la ciudad genérica, o almenos los de su centro, tendirían a ser altos bloques compactos y despersonalizados que generan, al amontonarse, un perfil característico (lo que los anglosajones llaman una skyline) que ya hemos integrado en el imaginario colectivo global. Este perfil es la imagen resumen de la ciudad contemporánea, su mejor representación. El cine, el teatro y el cómic han usado con profusión las posibilidades narrativas que esta imagen ofrece: si queremos situar una acción concreta en un entorno claramente urbano sólo tenemos que hacer aparecer al fondo este perfil "genérico", que entonces se convierte en una especie de escenografía de la ciudad.


Correrías urbanas de Mortadelo y Filemón.

F. Ibáñez. Cada dia una trifulca. Editorial Bruguera. 1975

Cuando subimos por la calle de Jaume I en dirección a plaza Sant Jaume sólo tenemos que levantar la vista y mirar al frente para ver cómo va apareciendo un extraño prisma gris al fondo de la calle Ferrán (la continuación de la calle Jaume I después de la plaza sant Jaume). Una vez hemos llegado a la plaza este mismo edificio se levanta, gigantesco por detrás de todas las fachadas y además a su lado ha aparecido otro un poco más pequeño. Estos volúmenes no tienen ventanas y tampoco placas de cristal; son totalmente opacos y esto tiene un doble efecto desconcertante. Por un lado ningún elemento nos ayuda a hacernos una idea exacta de la escala del edificio y, por tanto, no sabemos lo lejos o cerca que está; por otro nos podemos preguntar: ¿qué pasa ahí dentro? ¿quién puede habitar unos edificios tan grandes sin ventanas ni luz natural? Su sola imagen ya tiene un aire de irrealidad. Estos dos misteriosos bloques, más que edificios parecen representaciones de ellos; como si al final de la ciudad real se hubiera empezado a disponer una escenografía urbana que completara la imagen de ésta. Algo comparable a los pequeños pósters que pegábamos de niños en la pared de fondo del belén y en los que veíamos continuar dibujados los ríos, las colinas y los árbloles "reales" que habíamos construido con piedras, musgo y ramas. Los dos prismas parece que han empezado a configurar el perfil abstracto de la ciudad genérica tras la ciudad real.


Llegando a plaza Sant Jaume


Pero no estamos dentro de un cómic. En este punto hemos llegado al centro de la plaza y sería difícil resistirse a dejarse llevar por la calle Ferrán hacia abajo en dirección hacia esta aparición, con los ojos clavados en ella. Con un poco de suerte no le encontraremos ninguna explicación racional al asunto y permanecerá como una especie de ilusión cristalizada entre lo real. La calle Ferrán es recta y desde aquí su final es apenas un punto en el que vemos aparecer el verde de los árboles de las Ramblas. Todo esto está a este lado del espejo; al otro lado y por encima siguen estando los enormes edificios misteriosos. Imposible saber su medida exacta, imposible saber a qué distancia están.



Desde calle Ferrán


Caminamos hacia ellos pero nada cambia y cuando ya estamos llegando al fin de la calle pensamos que tendremos que cruzar las Ramblas y seguir por la calle Unió en nuestra búsqueda desesperada de una no-respuesta. Pero entonces aparece la esquina que el Liceu forma con la misma calle Unió y de repente nuestros edificios pasan a este lado del espejo, cogen una medida concreta y se sitúan en un espacio concreto: encima del teatro, doblando la altura de éste.

Ya está, ahora sabemos lo que son: la caja escénica del Liceu, que sobresale por encima de sus fachadas. En aquellos prismas misteriosos habitan los decorados, el telón, el propio escenario; ya tenemos la respuesta. Y, al contrario de lo que pensábamos, ésta no niega nada de lo que la primera imagen nos había sugerido. No hemos ido a parar al terreno de una realidad vulgar, sino mas bien al de una realidad poética: éstos edificios pertenecen por su propia naturaleza al mundo de las ilusiones. Són una escenografia reversible: hacia dentro representan un palacio, un bosque o un barco; hacia fuera la ciudad.


                                                                                                             Rafael Pérez Mora






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